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Capítulo II:

El Evangelio de

la Creación

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La ciencia y la religión, que aportan diferentes aproximaciones a la realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas.

Las convicciones de la fe ofrecen a los cristianos, y en parte también a otros creyentes, grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los hermanos y hermanas más frágiles

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Los relatos de la creación sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra.

Los textos bíblicos nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar.

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El suelo, el agua, las montañas, todo es caricia de Dios.  Se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche.

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La interdependencia de las criaturas es querida por Dios

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La tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben beneficiar a todos.

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Toda la naturaleza, además de manifestar a Dios, es lugar de su presencia

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Paz, justicia y conservación de la creación son tres temas absolutamente ligados, que no podrán apartarse para ser tratados individualmente so pena de caer nuevamente en el reduccionismo.

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Para los creyentes, esto se convierte en una cuestión de fidelidad al Creador, porque Dios creó el mundo para todos.

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La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de propiedad privada.

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El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos.

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